Por fin me decidí a ir a la peluquería… Mis puntas me pedían a gritos ser cortadas (imagínense su desesperación) y yo no sacaba el maldito tiempo para ir de ningún lado.
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¿Qué pasa? Es cierto! No tenía tiempo.
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Vale, es pura mentira. Y ya que no tengo dinero (ni ganas) de ir al psicólogo; contaré aquí me trauma personal e inmensamente traumático (valga la redundancia).
El caso es que odio ir a la peluquería como mucha gente odia ir al dentista. Sólo la idea de que tengo que ir allí para lo que sea, aunque sea una compra de un champú, me pone a temblar. Y es normal! Vamos, yo lo veo normal… Con todos esos chismes raros, olores, sonidos… Por no hablar de las peluqueras, esos seres (perdona si eres una de ellas) que se creen superiores a ti; y lo peor es que lo son. Admitámoslo, una peluquera te tiene en sus manos, tiene el futuro de tu cabello, tu futuro trauma o satisfacción. ¿Qué cómo tienen esos precios? Fácil, a ver si te atreves tú a reprocharle los precios a una tía que te sujeta el pelo con una mano y en la otra unas tijeras… Ah amiga, eso creía yo.
Pues lo dicho, odio las peluquerías (¿se nota, no?), y desde el año pasado, que me atreví (después de pasarme una semana buscando una peluquería que me guste, lo digo enserio. Una semana.) a cortarme el pelo, cortármelo corto, muy corto (casi me pierden en la operación) no he vuelto a pisar una hasta la semana pasada.
No tuve tiempo de elegir una. No me permití pensar. Tan sólo fui a visitar a mi madre un fin de semana y vi una peluquería justo en la calle de su casa (perfecto; si me hacen un destrozo puedo ir corriendo y no salir nunca jamás de casa!). Entré rezando para que no haya hueco para mi, pero se ve que no tenía mucha clientela, lo que no me tranquilizaba ni por un momento. Pero seguidamente pensé: “Natalia, deja ya de tener miedo! Demuéstrales que eres tú la que manda!” Y eso hice.
-Sólo las puntas, por favor.
Y yo por dentro pensando: “Ves como tengo mi pelo? Lo quiero exactamente igual, pero un dedito menos” No se si me vio atemorizada, o si simplemente tenía ganas de cerrar ya, pero el caso es que por una vez, la primera, una peluquera me hizo caso. En diez minutos terminó, y por primera vez en mi vida, pagué a gusto el robo que me supuso cortarme sólo las puntas.